FERNANDA ESCÁRCEGA
LAS TRES DAMAS DEL LOUVRE,
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EN UN PAÍS QUE DESPIERTA CON OLOR A CAFÉ, EL ÁLBUM CULTURAL LA CRÓNICA COMPARTE LA CRITICA TITULADA LAS TRES DAMAS DEL LOUVRE, DE LA POETA Y NARRADORA FERNANDA ESCÁRCEGA
LAS TRES DAMAS DEL LOUVRE
Fernanda Escárcega.
5/12/2015
◘ Se dice que las tres damas del Museo del Louvre son la Victoria de Samotracia, la Venus de Milo y la Gioconda.
Las dos primeras aventureras, esculturas griegas de la antigüedad, han resistido miles de años, tierra, brazos, piernas y alas reconstruidas, espejos y manzanas extraviadas, guerras e imperios, teorías. La tercera, en cambio, ha permanecido más recatada dentro de su retrato. A sus cinco siglos de edad, se ha venido a enterar que tiene una gemela no reconocida en el Museo del Prado, hija de un supuesto y minucioso aprendiz de Da Vinci.1 No obstante ese sobresalto y los de las innumerables sospechas de falsificación, ella se muestra impasible, con su mueca de que algo sabe, de que algo ha descubierto en los 218 años que lleva dentro de aquellas salas que antes del Louvre formaron parte de la residencia de la monarquía francesa.
¿Qué piensan estas mujeres? ¿Qué murmuran aquellas obras, caminantes de épocas y civilizaciones completas? ¿Qué esconden los ecos de ese trío de sobrevivientes?
Durante su tiempo, los escultores griegos buscaron expresar el equilibrio, la serenidad y la belleza. Sus obras tenían como objeto central al hombre áureo, al ideal de contornos hermosos. En un principio se dedicaron a representar héroes o personajes sagrados. Luego los ocupó la efigie de vencedores olímpicos que serían erigidos a la entrada de sus ciudades.
Con el tiempo, su observación y técnicas fueron progresando; comenzaron a voltear también hacia la realidad menos perfecta y cincelaron entonces temas y personajes dramáticos, torsiones y tensiones del cuerpo humano acordes a los rostros que expresaban sentimientos y escenas de mayor movimiento. Este periodo mantuvo la belleza y la perfección pero la ubicó en posturas menos establecidas. Los autores que retrataron a los dioses, diosas y otros seres míticos, dotaron a Zeus, Palas Atenea, Poseidón, Afrodita, Apolo y Dionisios de formas –en la escultura– y sentimientos –en la poesía–, verdaderamente humanos.
La Victoria o Niké, posada sobre un trozo de pedestal en forma de proa, pesa 29 toneladas y mide más de 5 metros. Su descubridor, Charles Champoiseau, fue un diplomático francés que en el año de 1862 decidió partir de Eno –una antigua ciudad griega que ahora es el distrito turco de Enez– a Samotracia en busca de piezas arqueológicas para la colección de Napoleón III. La isla se encontraba abandonada pues sus habitantes habían sido masacrados por los turcos durante la Guerra de Independencia griega. Por ello, al cónsul no le tomo demasiado tiempo encontrar el cuerpo de una diosa con la pierna derecha destruida y una de las alas inexistente. Actualmente, y después de varias restauraciones, se encuentra exhibida majestuosamente en la escalera de Daru, en el Louvre.
Esta mujer, que probablemente haya sido ofrendada por alguna victoria naval, fue creada con la técnica de paños mojados, relieve que representa el cuerpo detrás de las transparencias producidas cuando la ropa está mojada. La escultura captura a la diosa en un instante en el que avanza contra alguna tormenta: alada, anda, avanza, rompe el mar, el viento y la tierra como un espejismo, tan ligera, como si detrás de la tela que le da forma no hubiera un cuerpo sino movimiento.
Tanta gracia podría ser obra de la maestría del escultor que logró modelar la levedad en 29 toneladas de mármol de Paros, pero quizá sea más bien eso que escribe Rosario Castellanos en Viaje Redondo (1972):
Avanza como avanzan los felices:/ingrávida, ligera, no tanto por las alas/cuanto porque es acéfala./Una cabeza es siempre algo que tiene un peso:/la estructura del cráneo que es ósea y el propósito/siempre de mantenerla erguida, alerta./Y lo que adentro guarda.
La Victoria de Samotracia, aún de roca, gravita sin gravedad, sin el peso de los pensamientos y de las dudas.
La Venus de Milo, así llamada también por la isla en la que fue encontrada, mide dos metros de altura, pesa 900 kilos y su blanca piel en realidad es mármol. Símbolo de la belleza, el amor y la sensualidad, fue captada en el instante preciso en que la túnica se desliza sobre la redondez de su vientre divino. La estatua fue creada en dos bloques y algunas de sus partes fueron realizadas por separado. Se sabe que originalmente portaba aretes, un brazalete y una cinta en la frente de las que hoy lo único que queda son los hoyos en los que se fijaban.
Venus –originalmente Afrodita – es una deidad que ha permanecido a lo largo de la historia como el ideal de lo femenino y la alegoría de la fertilidad; sin embargo, esta mujer en plenitud que reposa el peso de su cuerpo sobre la cadera con una naturalidad confiada, aún levanta sospechas. La discusión de los arqueólogos que han intentado reconstruir qué hacían las manos de esta estatua, origina numerosas teorías que tambalean su identidad: podría estar mirando su reflejo, recargando su codo sobre el hombro de Ares o sosteniendo la manzana del Juicio de Paris. Pero si en sus manos hubiera tenido un arco, como aventuran algunos, entonces podría tratarse de Artemisa; si hubiera sido una ánfora, alguna de las cincuenta danaides; si acaso un tridente, Anfítrite, la diosa del mar tranquilo, muy venerada en Milos.
Más allá de anónima o multifacética, en esta representación, la diosa nunca podrá dar vida a sus impulsos. Nunca podrá mirar de vuelta a quien la desea pues sus ojos están mudos y sus brazos ausentes para sentir. Tanta sensualidad queda enclaustrada –sin dedos con los que recorrer otro cuerpo y un rostro sin mirada que responda apasionada al deseo que ella despierta– en una silueta frondosa que se brinda amorosa y eterna.
Esa piel clara que no ha podido ceder a ninguna provocación, me hace pensar en las palabras que Alfonsina Storni dedica a quién sabe cuántos hombres en su poema de El dulce daño (1918) “Tú me quieres blanca”:
Tú que el esqueleto/conservas intacto/no sé todavía/por cuáles milagros,/me pretendes blanca/(Dios te lo perdone),/me pretendes casta/(Dios te lo perdone),/¡me pretendes alba!
Es a ella, inmaculada desde el interior, a quien la historia ha perseverado a través de las épocas como referente de una mujer en toda su extensión: una Venus.
Sucedieron el arte romano, el paleocristiano, el bizantino, el románico, el gótico y –en los siglos XV y XVI– el Renacimiento, corriente con el centro artístico en Italia, durante el cual se retoma nuevamente el interés por la figura humana y los modelos clásicos de armonía y belleza. En estos siglos, el contenido de las obras dejó de ser únicamente religioso pues se revivieron los mitos de la antigua Grecia. Los escultores, pintores y arquitectos pasaron de ser artesanos a obtener una identidad como artistas. Filosóficamente, el hombre se pone a sí mismo como punto de partida y deposita su atención en la ciencia, producto de su razón y su experiencia.
Así como los dioses griegos tomaron forma en cuerpos y sentimientos humanos, con el Renacimiento lo sagrado se conjunta con lo humano y se sitúa en ambientes existentes que incluso se observan desde perspectivas reales.
Leonardo da Vinci (1452-1519) quizás fue el pensador-artista que haya concentrado todas las ideas de su tiempo. Él fusionó la figura humana y el paisaje, como el Renacimiento lo hizo con el hombre y la naturaleza, lo sacro y lo profano. Además, comenzó a utilizar el efecto atmosférico –aire, luz, color, humedad– para dar profundidad y la técnica del sfumato con la que difuminó los contornos y logró mayor realismo en la pintura. Leonardo, igual que los escultores griegos, se dedicó a estudiar el cuerpo humano a profundidad: funcionamiento, movimiento y representación. Su erudición en anatomía y geometría lograron la expresión de la fisionomía subyacente; el arte del retrato con la representante del Renacimiento: la Gioconda.
El retrato de Lisa Gherardini, esposa de Francesco del Giocondo (de ahí el nombre de la obra), ha sido considerado la pintura más famosa del mundo. Tan conocida es, que la sala en la que se encuentra ha tenido que ser remodelada para evitar que los 8 millones de visitantes que buscan cruzar con ella la mirada, bloqueen la observación de las otras obras que fastidiadas comparten el recinto. La sala de los Estados, luego de los cambios, ha sido consecuentemente rebautizada como La sala de la Gioconda.
Intriga que la Mona Lisa, un óleo de 77 x 53 cm, pintado entre 1503 y 1506, se haya consolidado como el referente de pintura en el mundo. Mucho se habla de su mirada, de una sonrisa que sólo se sugiere mediante una especie de ilusión óptica. Con su efecto atmosférico, Leonardo pintó un paisaje con planos de fondo para una mujer que, entre sus discretos volúmenes, algo esconde. Es cierto que con ella no se sabe qué pensar; sus ojos y las líneas que dibujaron su boca expresan misteriosos motivos de satisfacción. ¿Por qué sonríe Lisa Gherardini?
Condena Rosario Castellanos, amarga, en “Mirando a la Gioconda” de la compilación antes mencionada:
Esa sonrisa es burla. Burla de mí y de todos/los que creemos que creemos que/la cultura es un líquido que se bebe en su fuente,/un síntoma especial que se contrae/en ciertos sitios contagiosos, algo/que se adquiere por ósmosis.
Ya 20 años antes que la escritora chiapaneca, se habían preguntado Ray Evans y Jay Livingston en voz de Nat King Cole: Do you smile to tempt a lover, Mona Lisa? Or is this your way to hide a broken heart? Are you warm, are you real, Mona Lisa? Or just a cold and lonely lovely work of art?
¿Lo son la Victoria y la Venus? ¿Frías y solitarias obras de arte?
Una, liviana por acéfala; la otra, deseada por nívea; y la Gioconda, famosa por incomprendida —incluso con su nombre de casada— sonríe por alguna sabiduría que yo aún no entiendo.
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